septiembre 23, 2010

Anecdotario – Locuras adolescentes – Parte 1 – 1317 horas

Vivíamos en San Carlos, en nuestra segunda y última casa hacía 4 años ya.
La renta de la casita de Pedro Loustane ya no se pudo pagar y tras pasar un año duro de “agregados”, decidimos con mamá buscar un lugar “independiente”.

Eran dos piezas “del fondo” de una vieja casona que había sido atrapada por la periferia de la ciudad, a la que se le había adosado una pequeña cocina y un baño externo, modelados entre ladrillos y adobe.

En la casona, vivía el anciano mas tenebroso y desagradable a la vista que he conocido, un ciento de veces mas que el que me “chupo un ojo” años después.
Las hacia de Brujo, el típico curandero de pueblo y recibía clientes de mala calaña y mujeres sin alma.
Entre la casona y nuestra “casa”, alguna vez hubo un jardín con un pasadizo de rosas, que para ese entonces solo agregaba misterio y espinas al lúgubre lugar.

Mamá estaba de vuelta en la ciudad con nosotros, después de más de un año de vivir solos en el fondo de otra casa, donde otro viejo dueño, por ser menos desagradable a la vista, se gano el acercarse demasiado a mis hermanas y cuando lo supe, hice todo para sacarlas de allí.

Yo cursaba mi cuarto año de secundaria, trabajaba en la radio y terminaba mi segundo año de Administración de Empresas en la UTU (Universidad del Trabajo del Uruguay) donde me habían dejado entrar mas chico de lo normal por mis antecedentes escolares.
Mamá limpiaba los pisos de la una empresa estatal, en los ratos que su Lupus se lo permitía y Samanta trataba de sobrevivir el primer embarazo de su primer y único novio y esposo. Mientras, salvaba con seis (6=máximo) todos los exámenes obligatorios de sexto de secundaria, estudiando anémica en el hospital, a la espera de poder volver a su trabajo en “La Estudiantina”.

Mi hermana menor, Natacha, hacia lo que siempre había hecho, nada.

Mamá era la reina del crédito, así se encargaba de que nosotros tuviéramos ropa que ponernos, pero de todos sus acreedores, Gramajo, el dueño de “La Estudiantina” era el más comprensivo.
De niños, Samanta solía llegar a la tienda abarrotada de cosas e instintivamente ponerse a doblar y acomodar la ropa en los anaqueles a los que su altura aún no le permitía llegar.
A sus 12 años, lista y necesitada, Gramajo nos hizo otro favor y le dio trabajo, lo que alivianó nuestro parco presupuesto y ayudo en aquella mudanza. Yo trabajaba desde los seis, pero recién a los 11 conseguí mi primer trabajo serio con el cual colaborar eficientemente con el hogar. Algún día les contare de ello.

Para esos días, pocos tenían teléfono en la ciudad y obviamente nosotros éramos parte de los muchos que iban a Antel cuando necesitaban hablar con alguien.
Yo vivía la efervescencia de la adolescencia que les comentara en entradas anteriores, y debía encontrar la forma de mantener comunicación con Dulce en Montevideo.
Antel no estaba dentro de mis posibilidades financieras, Internet no existía y afortunadamente los celulares todavía no llegaban al país en aquellos años, todo lo cual hacia que 150 kmts fueran “otro planeta”, o así lo hacían sentir las tarifas telefónicas.

La empresa donde trabajaba mamá tenia sus oficinas en la calle principal (18 de Julio, obvio) a media cuadra de la segunda plaza del pueblo, donde por esos días, se celebraban las “Jornadas Carolinas”, una festividad poblerina que montaba una feria y un escenario en dicha plaza, oportunidad para que todo el pueblo se acercara a disfrutar de las mieles del folklore, la venta de artesanías, los “panchos”, churros, choripan y el algodón de azúcar y el jolgorio de un pueblo que salvo esa semana y durante el carnaval de febrero, yacía silencioso enterrado en la campaña uruguaya.

Mamá, en su titulo de “limpiadora” tenia llave de las dos puertas de la oficina, una normal aunque grande y pesada de metal y otra muy grande de dos hojas, por donde durante el día entraba el público, ambas tapadas por una alta cortina amarilla que apenas dejaban ver en la noche, las luces siempre encendidas dentro.
El edificio tenia a la izquierda un garage, donde se guardaban las herramientas y la camioneta Toyota Bandeirante pick up y a la derecha, las oficinas, en dos plantas. La de arriba en formato “balcón” sin paredes ni ventanas, abierta a la planta principal, ocupando la mitad del piso.
Una larga escalera que nacía frente a la puerta principal, comunicaba el área pública de abajo con el área gerencial arriba y una pequeña puerta de “lata” con marco metálico debajo de la escalera, hacia las suyas entre las oficinas y el garage.
Abajo al fondo, un pequeño baño.

En las oficinas gerenciales, había un teléfono.

Se trataba de un moderno aparato de plástico, rojo, con disco.
Para los mas jóvenes, antes, los teléfonos no tenían botones con los números sino un disco con agujeros, cada agujero correspondía a un número. Uno, al meter el dedo en un número y girarlo hasta un tope, “discaba” – de allí el término – el número al que quería llamar, en movimientos circulares sucesivos.

Antes de estos y por suerte no vienen al caso, se usaban unos con “manibela” que básicamente hacían sonar una campanilla en la telefónica para que una operadora te comunicara vía clavijas con otro número.

Si serian caras las llamadas en aquel entonces, que este “Ente Estatal”, había dispuesto un pequeño candado, como los que hoy se usan para las maletas, enganchado en el “agujero” del “1”, a fin de que nadie pudiera discar mas allá de ese numero, al choque del bendito candado con el tope de metal.
Seguramente no era necesario en aquella oficina una caja fuerte para la recaudación, pero si, ese dispositivo de alta seguridad en el único teléfono.

Para lograr hablar con Dulce, solo debía:
- Substraerle a Mamá las llaves de su trabajo, a fin de que no fuera consciente del problema en que la estaba metiendo.
- Entrar durante la noche a la oficina sin que nadie me viera desde la calle principal del pueblo.
- Subir la escalera, quedando totalmente imposibilitado de ocultarme o bajar si alguien más llegaba.
- Encontrar las llaves del candado, que pronto descubrí estaban obviamente en poder de la gerente del local o bajo llave en algún otro sitio muy seguro.
- Disfrutar de mi charla.
- Rogar que no notaran en la cuenta telefónica que habían llamadas a Montevideo durante la noche, algo muy inocente de mi parte.
- Dejar todo en su lugar, bajar, salir sin que me vieran y volver orondo a casa a devolverle las llaves a mamá sin que notara su falta.

Inmediatamente note que todo este plan maestro de aquella mente de 16 años ilusionada con una nena a larga distancia, seria aun muuuucho mas complicado de llevar a cabo.

Una vez sentado frente al teléfono y habiendo descubierto la imposibilidad de encontrar la llave del candadito, debí ingeníarmelas para usar el preciado instrumento.
Aprendí entonces, a prueba y error:
- Que debía destornillar el tornillo que sostenía el disco en su punto medio, con lo cual, lograba sacar el disco con su adosado candado.
- Ahora, tenia un “piripicho” al medio, donde originalmente se fijaba el tornillito recién sacado y un círculo de números alrededor.
- Si lograba tomar ese “piripicho” y adivinar, cuantos “click” correspondían al giro del disco para cada número hasta el tope, podría discar sin el bloqueado dispositivo.
- Así que me aprendí cuantos “click” había del 1 (uno) al tope, y descubrí que después de esos - creo que eran 5 - cada número eran dos clicks mas.
- Solo debía girar sin intermitencias y sin parar, aquel piripicho liso, 9 veces, el número exacto de “clicks” cada vez, para hablar con aquella niña.
Una papa!!! Solo para discar el primer numero, el 0 (cero) que daba salida a larga distancia, debía girar el piripicho sin parar, 25 clicks y dejar que volviera a su posición, para girar nuevamente sin parar otros 9 clicks para el 2 que señalaba Montevideo y así con los restantes 7 números.
Adquirí un tacto digno de un “ladrón de cajas fuertes”, prestando especial atención al ritmo constante de mi mano, brazo y cuerpo que debían contorsionarse eficiente y rítmicamente para lograr el objetivo, mientras mi oído contaba los clicks exactos.

Llegar a hablar podía llevarme en mis mejores días, conteniendo la adrenalina y la testosterona, unos 15 minutos; pero luego, con el paso de hacerlo varias veces, lograba hasta relajarme sin dar importancia a las sombras conversadoras que pasaban constantemente a unos metros de mí detrás de la cortina, por la vereda de 18 de Julio.

Cada noche ensayaba en mi cabeza la forma de escapar a un encuentro no deseado dentro de la oficina, una noche, me toco hacer realidad el plan.

CONTINUARA ...

3 comentarios:

  1. Buenísimo Ismael,
    Disfruté cada detalle.

    Sigue.

    Ivan

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  2. Jajajaja, que encantadora historia, que ternura, no tienes idea como me he reído, dale, ansiosa de leer como sigue, pensé que era la única que había hecho locuras en mi vida.
    Gracias una vez mas
    Arf.

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  3. No señor! Eso de dejarlo a uno a medias no es justo, como está eso de que: "CONTINUARA". Espero que la continuación sea mañana, porque ayer usted no publicó nada y esta espera es horrible!

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