septiembre 29, 2012

Desde el Aire - Renacer cada primavera.

PROLOGO: Hay tiempos de creación y otros de mejora. Como los buenos vinos, como la mayoria de los tesoros, lo escrito puede mejorar con los años, cambiando un poco de pasión e inmediatez por universalidad y mejor estructura. En ese proceso vamos con algunas de estas viejas historias, y de casualidad, pero no tan casualmente, esta versión corregida de "El inicio de la ficción" publicado hace exactamente dos años, arranca un flujo de revisiones que compartiré, porque como dijo alguna vez André Gide “Todas la cosas ya fueron dichas, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo"
 
 
 
Corría 2006, el negocio de bienes raíces ingresaba en una incipiente crisis que solo los mas necios se negaban a ver y algunos eruditos anticipaban repercusiones sin precedentes en el mundo financiero.
 
Jack había levantado su modesta compañía buscando agregarle valor a la construcción de barrios residenciales. Valor más allá del propio de los materiales y la tierra, más allá de la visión social de los vecinos, mas allá de los indicadores urbanísticos.

Le gustaba pensar que construía hogares y que sus compradores los elegían desde mucho mas adentro que sus pupilas y sus bolsillos.
Casas donde una familia pudiera nacer, crecer, multiplicarse y heredarse, como el reloj del abuelo, como el anillo de la mamá, como todo eso que indefectiblemente pasa de alma en alma.
 
No muy inconscientemente, Jack Winwar construía cada hogar como el suyo propio, como el que no tenía, como el que buscaba en cada departamento o casa de alquiler que paradojicamente habitaba, como el que lo hacia huir de los inevitables hoteles y lo espantaba con la sola idea de un motel de paso.
 
Era Setiembre y su brújula interna lo llevaba siempre a buscar la primavera.
Con los años, el seguir los vuelos de las aves migratorias, le había granjeado amistades en muchos continentes e instintivamente generado eventos que festejar en cada ciudad que lo recibía.
 
Viajaba solo, no tan liviano de peso por su obsesivo cuidado de la ropa y su necesidad de tener la prenda adecuada para cada momento. No porque la ocasión lo obligara, no porque alguna etiqueta social pudiera torcer su voluntad, ni siquiera porque el calor o el frío fueran parámetro para el taparrabo de turno. El elegía su ropa como sus casas, desde adentro;  le gustaba sentir lo que se tiraría encima y lo vivía como una extensión de su propia aura.
 
El Africa revolucionaria de la segunda mitad de siglo XX, había llamado la atención de Max Bloom, quien encontró espacio para sus primeros oficios diplomáticos en tierras de Namibia, llegando de Pretoria tras la ocupación Británica al territorio de la Deutsch-Südwestafrika.
 
Sus capacidades en el relacionamiento público lo habían adornado de “galantes títulos cancilleriles”, pero ello no era más que el medio de supervivencia para experimentar la pasión de las tribus nativas, disfrutar las dunas interminables del seco desierto de cara al Océano o compartir los gases termales que hacían historia de aquella tierra tan alejada de su Escocia natal.
También le otorgaban convenientemente un cierto poder, muchas veces factor de vida o muerte en enfrentamientos étnicos.
Pero Max no se sentía parte de la partida de conquista del Imperio Británico y había logrado germinar una familia amplia de blancos y morenos, que vivían su casa de embajador como parte armónica de una pequeña sociedad no clasista, muy avanzada para aquellos años.
 
Hijo de su pasión, entrenado en el saborear de la diversidad, su hijo Alexander había tomado la posta de su experiencia, convirtiéndola en su modo de vida.
Hacía doce años que había descubierto a una de las tantas Alemanas de familia original, “haciendo dedo” por las calles de Windhoek y desde allí, habían cosechado dos maravillosos críos y algunas pequeñas tierras bajo la capatacía de Negoro, quien en su tiempo comenzó a arar la arena con Max para ver florecer el premio de la dulce comida.

Era 29, 29 de Setiembre y el aire había traído a Jack de visita a Namibia.
Oportunidad de festejar un nuevo aniversario de boda de sus amigos Alexander y Mía.
 
Mía, era talvez la alemana mas bonita de la ciudad.
Por años se había empecinado en la misión de encontrarle compañía al descarrillado Jack, que no dejaba “títere con cabeza”.
Todos sabían lo que aquel gringo adoraba la sensación de hogar y cuanto soñaba construir su última casa;  la que el mismo ocuparía hasta el final de sus días y legaría a los suyos. Pero también, todos manejaban muy bien el estilo de vida que excusado en su búsqueda continua de la primavera y con un horizonte de negocios tan amplio como fuera necesario, Jack se jactaba de disfrutar.
 
La llegada del forastero, se sumaba al festejo de su amor, por lo cual, la oportunidad era propicia hasta lo cósmico para enlazar aquel corazón carente de cimientos y excedido de alas.
La cena estaba prevista, Alexander y Mía invitaron a Frank y Doran, sus amigos locales mas acérrimos y ellos localizarían una pretendiente definitiva para Jack Winwar, el constructor de hogares.
Eran mas de las diez de la noche cuando Mía, Alexander y Jack emprendieron recorrido hacia Lamu; un “lounge” local donde se disfruta de la mixtura de lo moderno y lo nativo, en memoria de la ciudad mas antigua de los Swahili en Kenia, tal cual la vida propia del África de entonces.
La cabeza disecada de una gacela africana los recibió a la llegada y permanecería allí como testigo de la posterior entrada de Frank, Doran y Lasta, la encomendada cita a ciegas.
 
La noche comenzó entre tragos y música de fondo. El lounge parecía excavado y esculpido en la tierra. Sus bancos y mesas conformaban un piso continuo donde solo las figuras humanas mostraban un aireado y rítmico movimiento.
Frank y su mujer llegaron mas tarde, sin Lasta, quien había solicitado mayor tiempo de acicalamiento para la ocasión.
Era difícil adivinar las referencias que había recibido, pero el perfil de Jack podía resultar además de interesante, bastante intimidatorio.
 
Aún no llegaba la medianoche cuando el espacio de baile empezó a poblarse de gente.
Era una pequeña habitación, aun mas enterrada, que lucía un techo lleno de estrellas, inimaginables mientras bajabas las escaleras.
La excavación dejaba un vacío mágico, que permitía ver el cielo de Namibia en todo su esplendor nocturno, carente de la contaminación lumínica de las grandes ciudades, al tiempo que el fresco de la noche desértica hacia soportable la animada danza.
 
Jack arrastró a la pareja festejada a la pista; tenían vidas muy diferentes y si bien sus doce años de feliz convivencia eran envidiables, los pies del visitante estaban más acostumbrados a improvisar todo tipo de ritmos.
La sangre se amontonó rápidamente al ritmo de una música que encantaba a la luz de las estrellas, en un espectáculo de danza totalmente inusual en comparación a los “boliches” del primer mundo.
La penumbra solo permitía ver las sombras de los cuerpos, aun cuando los tuvieras muy cerca y el fresco de la noche no alcanzaba a sofocar las siluetas danzantes.
Mía se cansó rápidamente, y aun en el entusiasmo generado, pronto Alexander sucumbió a los ojos de su amor, que pedían volver a la comodidad de la mesa.
 
En ese momento Jack, sabiéndose prontamente abandonado, giro instintivamente su cuerpo y sus ojos quedaron enganchados de un par de estrellas que no penetraban el ambiente desde arriba.
La sombra oscura de un cabello salvaje, encuadraba dos ojos que parecían haber nacido con él, como si los tuviera a su lado de toda la vida.
Escaso de lenguaje, básico y visceral en su pensamiento, acerco su boca a aquella sombra envolvente y dijo lo primero que se le ocurrió:
- si ellos se van, ¿tu me cuidarías?
Solo una sonrisa iluminó un poco más el lugar; Jack miro a la feliz pareja y les dijo:

- no tienen que soportar el baile, los veo en la mesa, ya tengo quien me cuide.
 
Desde esa noche y por mucho tiempo, Jack se dedicó a diseñar hogares cada vez más exigentes, cada vez más mágicos, cada vez más propios.
Hogares donde cuidar y guardar aquellos ojos y aquella sonrisa que lo llevaron a cambiar su vida y a luchar sin tregua por sentirse en casa.
 
Este Sábado 29 de Setiembre, Jack llegó a Windhoek como cada primavera a celebrar un nuevo aniversario de Alexander y Mía.
Hoy, habrán pasado seis años de aquel encuentro en Lamu y los tres amigos volverán a brindar solos, por los dieciocho años de felicidad, con un Jack que continúa siguiendo la migración de los pájaros, tratando de renacer en cada primavera.