noviembre 09, 2013

Punta del Este - La vida después de Facebook

Un día como cualquier otro, envié un corto mensaje con mis coordenadas a la tercera parte de mis contactos y accioné el botón "desactivar".
 
Cualquiera podría pensar que en ese mismo instante me desinflaría cual muñeca de hule; que lloverían los "porque!?" asombrados o alguna maldición en cadena arreciaría sobre mí  los días siguientes, pero nada de eso paso.
Solo paz, más paz.
 
Yo creo que gran parte de todo esto reside en ese tercio.
Ese tercio que recibió mensaje, el tercio que nunca se entero y el tercio que no necesitó de un mensaje.
 
Esos tercios de esta vida que nunca se divide en medios o medias partes a pesar de la usanza habitual.
 

Los tercios de un ying yang que nos distrae con el blanco y negro, mientras grita con sus circulitos chiquitos que en todo lo malo hay algo bueno y en lo bueno algo malo,  y que finalmente siempre hay una frontera que lo limita, una frontera movediza que te evade de uno y otro lado, que te deja en un limbo.

Un limbo que para la gráfica convencional es una línea muy finita y sinuosa, pero que en la realidad, suele ser el hábitat habitual y cómoda de todas las cosas y los cosos.
 
 
Hubo un grupo de gente que jamás me echara de menos, porque jamás me "echo de más". Nunca noto mi presencia. Resulté un número más, así como tantos resultaron para mí. No necesitaban un aviso que seguramente sería el primer mensaje cruzado después de un "solicitar o aceptar amistad".
 
Hay otro grupo en el que pase de utilería a protagonista y de protagonista a simple escenografía, en una Montaña Rusa sin fin, que flotaba en el anonimato del tiempo, sin previsiones de final feliz. El grupo que se desarrollaba en ese juego ciclotímico que transforma cuatro letras en sentimientos opuestos (de amor a odio y viceversa con todos sus cánones)
El grupo que desafía, que sube la hornalla que hierve la sangre, que saca nuestro verso y nuestra prosa, que empuja y espera ser empujado.
El grupo de donde salen, si salen, los incondicionales.
 
Y al final, por fortuna existen los incondicionales.
Los que no necesitan anuncio, los que mirando al cielo con ojos cerrados pueden sentir que todo está bien.
Esos que aunque no lo compartan o no se atrevan aún, entienden que la única gravedad de "desactivarse",  es que habrá que desempolvar otro lugarcito entre el cassete de audio y las cartas escritas de propia mano, allí, justo allí, en la repisa de las involuciones evolutivas donde tantas cosas amontona la humanidad.
 
Acepto de todas formas que algo se perdió en ese click.
En cierta forma es como aceptar que ya no te invitaran a ningún cumpleaños.
Una sensación tan indefinible, como irónica, improbable y subjetiva.
Detrás del desactivar, se fue una pequeña cuota del placer de regalar.
De esa cuota de felicidad que por ser compartida es muy fuerte. Ese instante de dicha en el que aún sin ver la chispa en sus ojos, el otro recibe algo inesperado, tal vez fantástico, no necesariamente merecido pero sin duda añorado muchas veces desde lo inconsciente.
 
Facebook es un excelente medio para regalar y también un excelente medio para malinterpretar los regalos.
Como lo son todos los medios para la humanidad perdida.
 
Así que aquí estoy.
Desactivado.
Sintiendo que ya nadie sabe donde estoy, que muy pocos conocen que sienten mis cinco sentidos, y muchos menos que sueño.
Desactivado.
Anónimo como todos aquellos que sin conocerme me juzgaron cobardemente.
Desactivado del todo, para poder mantenerme más estrechamente conectado y presente conmigo mismo, con el planeta que seguiré  retratando en mis fotos, con mi viaje que seguiré describiendo en estas y otras letras,  y con todos aquellos incondicionales que me aceptan lleno de defectos y me quieren llenos de humildad.