Un sonidito suave me despertó esta mañana...
Siempre he "dormido con un ojo abierto", esa incapacidad o capacidad
de retirarse totalmente de lo real, de entregarse a los sueños más irreales,
sin perder consciencia de la realidad (valgan todas las redundancias!!).
Esa capacidad que dormido te deja escuchar los cambios de respiración
de tus hijos cuando aún son pequeños y necesitan toda nuestra energía para
terminar de desprenderse del cordón umbilical que les dió vida.
Esa que despierto, te permite proyectarte infinitamente en
fantasías tan oníricas como posibles.
Hoy fue un ruidito inexistente, un sonido sordo, de esos que
no se escuchan con el oído, sino que se perciben, tan fuertes, que resultan más abrumadores que un grito desgarrador.
Mire al costado de la cama, nada se veía caído, al menos
nada nuevo. Los pequeños almohadones azules que adornan durante el día y se
pierden en la primera batalla, me miraban sin pedir rescate, pero nada nuevo
aparecía reclamando su lugar.
Recién después de la reflexión, noté que la lluvia goteaba
otra vez sobre el techo de NewPort, como la última vez que estuve aquí.
Un regalo especial este fin de semana, que ayer me entregó sol en cantidades,
el color del empuje naciente en cada flor del jardín y una noche en que la luna
y las estrellas dejaron el cielo para sentarse conmigo a beber el siempre buen
vino, escuchar el crujir de la madera que se entrega al fuego y olfatear las
mieles caseras de un buen asado sin apuro.
Un baño suave y caliente logró despojarme de todos los
olores que la noche había dejado en mi y que sin culpa había llevado a la cama.
Ya casi podía sentir el olor del café oscuro de Anna, allá del otro lado del
jardín, un poco arriba subiendo escaleras, intentando mantenerse intacto para
su único huésped.
Hoy llegaran más, como todos los fines de semana.
Hoy me iré, como casi siempre.
Algún día volveré a estar listo para intercambiar charlas y
cuentos de abuelo con desconocidos, unidos en la esencia de gustar vivir
lugares como esta Villa Toscana de vez en cuando.
Gustar de retirarse a la realidad, de abandonar la fantasía tantas veces dantesca del mundo que se vive cada día y del que la mayoría solo puede huir
los Sábados al mediodía.
Disfruto de mi poder, disfruto de poder elegirlo
un martes, o un jueves o un lunes.
Esquivando charquitos por el costado de la piscina, sin
prisa de evitar las gotas que siempre pensé no me mojan, volví a escuchar el
sonido de mi despertar.
Mis pies pisaban
firme sobre el balastro y seguían mas allá bajando la escalera, guiados por el
olfato enceguecido del café matinal.
Y en el andar, sentía como que me iba desmembrando...como que una "cola de
novia" se arrastraba tras de mí, cada vez más pesada, cargando el agua de
entre las reposeras y las lavandas.
Al pasar por el buda, la sensación se hizo más fuerte.
Es que el sonido sordo que me perseguía, emulaba los ojos de
los pájaros que nos observan y no podemos ver.
Una sensación como la que me trasmite tu mirada mientras yo haciéndome el distraído, trato de
demostrarte que soy el hombre de tu
vida.
Esa sensación, ese sonido inexistente, que explota como un grito en mi nuca y me deja
encontrar al mirarte, el brillo de tus
ojos encapotados y una mueca de sonrisa peculiar en tus labios. La mueca final
de un pensamiento maravilloso.
Lo mire a los ojos, pero el buda de piedra no me estaba
mirando, entonces habiendo frenado mis pasos y con las gotas presentes en mi
hombro, eche un vistazo hacia atrás.
En la escalera, a pocos metros, algunas bolitas pequeñas,
redonditas, inexistentes, se disolvían suavemente en el oscuro de los
ladrillos.
Mas cerca, como dibujando una doble sombra de mi cuerpo bajo un sol
inexistente, se desparramaban y se iban
diluyendo.
Asombrado llegue a mis talones para verlos brotar, tan
redonditos, tan silenciosos, tan rojos y brillantes, tan vivos y excitantes...para
desaparecer después del primer golpetear en el piso, después del primer rodar
entre las plantas a la vera del camino.
El primer instinto fue echarme a correr, pero las sombras no
te abandonan, allí están, atadas a ti... y al andar, solo lograba contagiar otros
rincones del camino, tan corto pero tan interminable esta mañana entre la
habitación y el café.
Tras el pavor de la sorpresa inicial y viendo como seguían
fluyendo - ahora en más cantidad, no solo por debajo de
mis jeans, sino ya de las mangas de mi abrigo empapado y hasta recorriendo mis hombros
desde el cuello en su búsqueda frenética - sentí que debía sonreir.
Nunca me había pasado y la sorpresa me llenaba de un
misterioso placer.
Como todas las cosas que desconocemos, se auto-explican al pasar y mientras los
miraba repiquetear y desaparecer detrás de las Hortencias, meneaba la cabeza
sonriente pensando,
- claro, es lógico,
ya no los puedo contener.
Mi universo se enfoco en contemplarlos.
La lluvia y el olor del café se esfumaron en uno de esos instantes eternos y
eran solo ellos, abandonándome, fluyendo ahora hasta de mis orejas y mi boca
siempre sonriente.
Eran parte de mi, parte importante de mi, pero no dejaban ningún vacío al
marcharse.
Era como la sensación de ese primer día de escuela en que
sueltas la mano de tu bebe para que entre al mundo de las sillas pequeñas y los
otros niños disfrazados en delantales.
Es como cuando acudes a la boda de aquella mujer a la que la deseaste lo
mejor y nada evitara que llegue a abrazarte en
silencio y con sus ojos te deje entender que acepta que allí, a la mitad del
camino, termino su destino y que tú debes seguir.
Entonces llene mis pulmones, el aroma del café volvió a invitarme,
tranque los labios sin morder y comunique un alerta de cierre inmediato a cada
poro, para ya no dejarlos escapar.
Gire la cabeza, ya
ninguno quedaba en el camino andado y el buda parecía guiñarme el ojo desde su
pedestal.
Subí la escalera como hinchado y los rendí a nuestro
desayuno, allí frente a la ventana medieval, entre los cuadros viejos y los
palos de golf, saboreándolos en las tostadas, la mermelada de frutilla y los
pancitos dulces.
He acumulado voluntariamente, tantos, todos mis besos para
ti, que hoy, no he podido contenerlos, y
en tu búsqueda, muchos se han suicidado amorosamente en el jardín de la Toscana
y no lo he podido ni querido evitar.