enero 17, 2011

El poder de la discreción - Jack el Inescrupuloso

Chester Mickelson festejaba sus 46 años, eso significaba para Jack,  un ticket directo a Brest, en la Bretaña Francesa.
Había 4 fechas que cada año lo llevaban a acudir sin demora a diferentes partes del globo y esta era una de las primeras. Hacía casi 25 años que repetía ese clásico.

Siendo un hombre totalmente exento de rutinas, le gustaba abrazarse de esas pocas cosas que lo acercaban en cierta forma a las costumbres humanas, aunque en realidad, por su excentricidad, el contenido embebido en ellas y la religiosidad auténtica con la que los cumplía, volvía a separarle de la manada.

Cada fin de Marzo se fumaba unas pitadas de habano Don Juan en honor a un amigo que tal vez lo haría en silencio y al mismo tiempo allá por Miami.
Cada fin de Setiembre disfrutaba de su pipa grabada con la leyenda “para mi único amor”.
Cada fin de Mayo recordaba los días mozos que lo unieron a la primera mujer que amó y cada fin de Abril entregaba a la distancia una sonrisa a la segunda mujer de su vida.

Las reuniones de Chester se llevaban un premio especial.
Cada año traía a la misma gente a su casa, como resucitados de diferentes partes del planeta. Gente que no se hablaba en todo el año, acudía sin invitación previa, sin horario preestablecido y por supuesto, sin regalo.

A la muchedumbre conocida que se iba envejeciendo al paso del tiempo, se sumaban dos o tres extraños, especímenes nuevos, adquisiciones recientes de ese último año, que ante el espasmo que les causaba el arremolinar de recuerdos y situaciones imposibles de adivinar entre los viejos amigos, trataba de mantener su posición de presente y defender su espacio ganado.

Para Jack era como pasearse por un escaparate de su pasado, agregando experiencia para próximos eventos y disfrutando del poder de la discreción, que encontraba en aquellas fiestas, su más indudable confirmación.

Rostilasia, si, la que recordaran por la historia del pelo en sus pezones, era una de las “convidadas de piedra" a esta reunión. Ahora con su pareja regordeta y su novedad de parturienta potencial.
Su sonrisa de siempre, cómplice y agradecida, era recibida y devuelta por Jack con real pureza.


También llegaría Madame Trousand, una psíquica con dotes de bruja y pelo locamente rizado de color muy negro, compañera de terapias del dueño de casa.
Con ella, Jack recordaba haber tenido las sesiones de sexo más risueñas jamás vividas.
Había sido asombroso extender juegos alrededor de toda la habitación, sin parar de hablar y sin parar de reír.
Jack jamás entendería como en esa situación, había podido mantener una erección de aquellas dimensiones;  y Madame Trousand que se encargaba de esquivar aquello que le gustaba por defecto profesional, sonreía con ojos picaros y chispeantes cada vez que Jack con desvergüenza total la miraba o le insinuaba descaradamente una invitación a repetir las lúdicas, risueñas y terapéuticas prácticas.


No faltaría sin duda Jean Marie De Treviant; una especie de desatinada diosa hindú, que parecía empeñar sus días en desmejorar su apariencia con ropas de tercera mano y en guerra declarada contra todo maquillaje o bijouterie existente.
Con ella, en total secreto, por años practicaron una especie de sexo tántrico, sin penetración ni contactos púbicos, donde las caricias, el roce de los cuerpos y las palabras dichas y murmuradas, constituían el arte orgásmico que llevaban a aquella mujer a su climax.


Veronique tampoco faltó.
Años atrás llegó como una de las nuevas amistades, de visita con una amiga Australiana que estaba de paso por la ciudad.
Traían en sus manos un Didgeridoo, larguísimo instrumento nativo de la isla continente, que destilaba graves y misteriosos sonidos al ser soplado místicamente.
A oscuras, mientras la australiana danzaba movimientos ancestrales en el improvisado escenario del comedor de la casa de Chester, Veronique soplaba el Didgeridoo con pasión.

Solo verla con su chalina azul brillante y aquel instrumento tan grande en su boca, fue para Jack conmovedor, al punto que no pudo evitar invitarla a dormir esa noche en su cama.
Solo durmieron, y ninguno de ambos pudo creerlo al despertar al día siguiente.
El crepúsculo de entonces los llevo a caminar por el Faro de Trezien , disfrutando como las figuras de los barcos se dibujaban en la hermosa puesta de sol.
Hasta allí llego su asombro, y en las mismas rocas, cuando ya el sol no tenía un espectáculo para entregarles, se participaron de los milagros que guardaban desde la noche anterior.

Todas estaban allí, ninguna sabia de la otra, ninguna esperaba quedarse esa noche.

Una nueva amistad llegaría y tenía por esos días el sitio reservado.
Era una francesita de nombre Cloe, que traía a Jack arrastrándose por el camino de los desvalidos con su cuerpo joven, como casita de muñecas, listo para jugar con todo en su lugar.
Su pelo lacio rubio, enmarcaba su cara delicada, su nariz perfecta y sus ojos azul claro.
Su cuerpo que parecía a estrenar, se convertía en una fiera incontrolable en la intimidad.

Todo daba a entender, que en sus cortos años, no habría podido aprender todo lo que bien sabía disfrutar.
Cloe llego con una amiga, que al venir desde lejos, compartiría esa noche con ellos.

La fiesta avanzó, los amigotes de siempre fueron cayendo de a uno y marcharon, con excepción del mastodonte John Paxton, que como cada año, quedo tirado al costado de un balde con sus inmundicias, en el patio trasero.

Jack refresco el abrazo a su pasado un año mas; sonrió y vivió por instantes el cruce de miradas llenas de pasión y respeto que cada una de las asistentes le regalaba.

Al final, en el living pequeño de la planta inferior, solo quedaban 6 personas.
Jack, Chester, su novia, Cloe, su amiga y dos viejos vagos, allegados de la infancia de Chester, que desconocían las reglas de la casa...al menos esas que regían los últimos 20 años.

La lascivia babeaba los sillones, los vagos entibiaban sus ganas de llevarse las joyas de la noche. Chester estaba con su novia y Jack era siempre presentado como aquel entrañable amigo que llega muy de vez en cuando y no falta a ningún cumpleaños.
Era seguro que las dos princesas estaban disponibles y los vagos confiaban en que el mucho alcohol que habían vertido por sus vírgenes cuerpos les jugaría a favor.


Jack había visto esa película muchas veces, mantenía la distancia y dejaba que las chicas juguetearan con los pichones, como lo hacen dos expertas gatas, con dos míseros ratones.
Cuando todo estuvo listo, y solo quedaba que los roedores mordieran el queso y se tiraran al agua, Jack les ahorro el golpe.

Tranquilamente subió las escaleras hasta la segunda planta donde estaba su habitación y a través del balcón interior que daba al espacioso living, cometió un acto tan natural como demoníaco:

- Chicas, hora de ir a la cama.

Cloe y su amiga sonrieron con sus caritas mirando al cielo, mientras los vagos trataban de manejar sus gestos alcohólicos y descolocados.
Con la misma sensualidad que habían filtreado con los ratoncitos, se levantaron rápidamente y repartieron besos y sonrisas, deseándoles las buenas noches.


Jack contuvo las carcajadas que le ardían por dentro, mientras los ojos desconcertados de los vagos veían las dos figuras contornearse de camino a la escalera.
No los volvió a mirar cuando cerro la puerta tras de ellas.


Chester no pudo menos que consolar a sus amigos de la niñez explicándoles que todo estaba maquiavelicamente preparado desde hacia mucho, aun cuando nadie en la fiesta podría haberlo adivinado.
Consuelo que no alcanzó, pero que al menos trajo a tierra un evento novelesco, que por un momento, les había partido su cabeza…y su corazón.




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